LA CASA ENCANTADA

 LA CASA ENCANTADA    

La historia secreta de mi desván  


Autora: Yolanda García Vázquez   


PRIMERA PARTE   


Desde mi más tierna infancia siempre había sentido una extraña fascinación por los desvanes de las casas antiguas; la implicación que la misma palabra ofrecía ejercía un poderoso influjo sobre mi; decir desván, era decir: misterio, pasado, recuerdos, secretos y sueños de otras gentes y otras épocas. El hecho de haber vívido toda mi vida en un pequeño piso de la gran ciudad, sin ningún atisbo de lujo o de misterio, donde todo era corriente, sin el menor vestigio de historia, fomentaba aún más esa fascinación. Evocaba con la imaginación las solariegas casas de estilo victoriano que tantas veces había visto en las películas que echaban por la televisión. Mi espíritu romántico y libre se alimentaba con aquellas fantásticas historias que sucedían entre los señoriales muros de aquellas viejas mansiones. Me veía a mi misma paseando por los espaciosos corredores de algún viejo caserón, indagando en las vidas de sus antiguos habitantes. Descubriendo pasadizos y desempolvando algún secreto en el baúl de algún desván.

Ese era el motivo de mi hechizo, la clave del misterio...

Sí, porque todas las historias de aquellas casas desembocaban siempre en algún desván.

En la moderna ciudad nada invitaba al misterio, ni a la ensoñación. El barrio obrero donde vivía, con sus calles ocres y ruidosas, donde todo era demasiado real, me asustaba e inhibía. Yo prefería cerrar los ojos y escapar por las espirales de los sueños hacia aquellos mágicos lugares, donde la historia estaba presente en sus columnas y fachadas. Casas deshabitadas, y tal vez en estado ruinoso; éstas eran mis favoritas, aparentemente sin vida, pero con todo un mundo entre sus muros, conservando intacto el perfume y el encanto de otro tiempo.

Una tarde cualquiera habría de descubrir por casualidad, la casa que iba a marcar mi vida para siempre, convirtiéndose en el centro de todo mi mundo...


Fue en primavera, una tarde al salir del colegio; como todos los lunes acompañaba a mi única amiga, Laura , a ir hasta la vieja lechería de la huerta, donde vendían leche recién ordeñada. Era una granja, pero nosotras la llamábamos: la lechería.

Teníamos que atravesar el viejo camino que conducía hasta la playa, entre los campos de patatas y lechugas, cruzando los hermosos maizales y los girasoles que encandilaban nuestra vista. Era nuestro momento preferido de la semana. Pero aquel día, sin saber cómo, nos desviamos del camino acostumbrado y fuimos a parar a un lugar completamente desconocido para nosotras.  Pensé que nos habíamos extraviado al ir distraídas charlando sobre nuestras cosas.

También allí había girasoles, pero mucho más grandes que los del viejo camino.

Miré alrededor y de repente allí estaba.."mi casa", como salida de un sueño...

Era una vieja casa, de estilo victoriano, con evidentes indicios de llevar deshabitada mucho tiempo. Recuerdo que al principio lo que más me llamó la atención fue el nombre de la casa, que estaba grabado en latón en el arco de la entrada: La aurora...

Extraño nombre para una casa como aquella.

 - Es una casa encantada...Dicen que dentro hay fantasmas...Vámonos de aquí, Clara..Me da miedo...- me susurró mi amiga, débilmente asustada.

Mi corazón tembló de emoción al pensar en todas las historias que debieron haber ocurrido allí para merecer la fama de casa "encantada ".Por primera vez en mi vida me encontraba delante de una de esas casas que sólo se veían en las películas...

El flechazo fue instantáneo. Tuve una extraña premonición y el impulso de entrar como fuera a aquel lugar, pero mi amiga me tiró del brazo, apremiándome para salir de allí.

 El sol de la tarde me dio de lleno en la cara y seguí a mi amiga. Giré un instante la cabeza para volver a mirar y me juré a mi misma volver allí otro día con más tiempo.


Una vez en la lechería, rodeadas de vacas y gallinas, me sentí desubicada, a pesar de que aquel lugar siempre me había gustado por el carácter amable de sus dueños, por los dorados campos de heno, el ambiente campestre y la paz que me embargaba siempre que estaba allí; aunque después de la fantástica casa que había presenciado, todo lo demás carecía de interés y atractivo para mi. Me sentí distante y melancólica. Tuve ganas de llorar. Y lo más sorprendente de todo era aquella extraña sensación de que una parte de mí ser pertenecía a aquella misteriosa casa. Deseché ese sentimiento por irracional. Debía ser otra de mis fantasias.. Mi amiga, más sensata y realista que yo, no comprendía lo que me pasaba. Ella solo hablaba de chicos y amores, algo que a mi me resultaba completamente vanal, tal vez por que me negaba a hacerme mayor. Yo le seguía la corriente con sus cosas, y ella a mi también. Aunque yo sentía que en esta ocasión todo iba a ser diferente.

No dormí aquella noche, intentando desentrañar con mi mente de doce años, el enigma que me unía a aquella fascinante casa.


La vez siguiente que estuve delante de "La Aurora", junto a mi amiga, estuve durante un largo espacio de tiempo memorizando y fotografiando con mi mente cada detalle de aquel viejo edificio, al que ya había bautizado como "mi casa".

Una gruesa valla de piedra de casi dos metros de altura protegía los terrenos que llevaban hasta la casa; a través del portón de barrotes de hierro de la entrada, podía adivinarse al fondo, enmarcada por enormes sauces llorones, la casa de mis sueños...

Se apreciaba el estado ruinoso, sin embargo, el señorío seguía intacto. Sorprendentemente el jardín estaba muy bien cuidado; un sinfín de rosas, violetas y magnolias coronaba la entrada de la casa de forma exquisita; y como de una postal antigua se tratase, una de las paredes laterales estaba cubierta enteramente por la yedra. Una hilera de frondosos árboles y estatuas protegían lo que en otro tiempo debió ser un parque de juegos. Gigantescas palmeras sobresalían de la parte trasera y un pequeño estanque era la guinda de aquel precioso cuadro. Mis ojos de niña grabaron aquella majestuosa belleza para dar luego, estaba segura, a un montón de fantasías e historias en mi pequeño mundo.

Un pequeño cartel junto a la entrada me devolvió a la realidad; Se vende, y debajo, la dirección de una agencia inmobiliaria. Más tarde me informé que la casa llevaba en venta más de cincuenta años, pero a causa de la leyenda que circulaba por el entorno de estar supuestamente encantada, nadie se interesaba mucho por ella.

Me extrañaba que los dueños hubieran preferido mantener el cuidado del jardín antes que la propia casa, que yacía algo abandonada como si a nadie le importara. 


En mi bloc de dibujo, tiempo después, dibujé la casa, adornándola a mi gusto, dejándome guiar por la intuición, tal y como yo presentía que debió lucir en su época de esplendor, cuando fue el hogar feliz de alguna familia. Sin saber porqué dibujé dos niñas gemelas de cabello rubio, jugando en el parque con un cachorro de pastor alemán, y de forma totalmente automática dibujé al lado la figura de una joven institutriz. Cuando terminé mi dibujo lo colgué con chinchetas en la pared de mi habitación. De repente me sentí invadida por la magia de antaño y por primera vez en mucho tiempo me sentí segura. No dejaba de divagar sobre la posibilidad de entrar en la casa, aunque el sentido común rechazaba esta idea, mi alma aventurera y romántica me impulsaba a maquinar todas las maneras posibles de escabullirme dentro de la casa. Nada dije de mis planes a mi amiga Laura, ya que ella no compartía ni mi entusiasmo, ni mi fascinación por la casa.

Pero yo no necesitaba a nadie cuando la emoción por la aventura y las fantasías me embargaban.


Una tarde hice novillos, y en vez de ir al colegio, me encaminé por el sendero de los girasoles hasta la casa encantada. En mi mochila de estudiante llevaba una botella de agua, una linterna, pañuelos y la merienda. La emoción me embargaba, era mi primera aventura y estaba segura de que iba a hacer un descubrimiento muy importante.

Llegué al desvío del camino y allí estaba "mi casa", como esperándome...

Ya había planeado anteriormente como treparía el muro; Fue un poco complicado, pero al fin, gracias a una larga cuerda que deslizé alrededor de un adorno de piedra que había en la parte superior de la valla, trepé hasta arriba y salté dentro, no sin antes llenarme las rodillas de rasguños. Pero al fin, lo había conseguido. ¡Estaba allí..!

Sí, estaba segura, la casa me esperaba. Lo sentía en mi interior. Llevaba puesto el uniforme del colegio, y rezaba para que nadie me descubriera allí. Era mi aventura, y nadie podía estropearmela. Mentiría si negara que me sentí un poco inquieta, pero así era, aunque el hechizo que ejercía la casa sobre mí era superior a cualquier temor. Para auyentar el miedo me puse a tararear una antigua canción y me relajé.

La vista era esplendorosa, demasiado hermosa para ser verdad. Al ser una casa deshabitada suponía que otras personas antes que yo se habían internado en sus muros, tal vez en la fiesta de Halloween, estudiantes o gamberros habrían profanado aquel hermoso lugar, pero mi casa, no era una casa de muerte, era una casa de vida y de magia, de eso estaba segura.

Me habían contado en la lechería que una vez a la semana un anciano señor se ocupaba de arreglar y cuidar el jardín; esto sucedía los martes, y aquel día era viernes. Nadie, excepto el jardinero pasaba por allí. El aroma de las rosas penetró en mi corazón. Me sentí feliz, muy feliz y afortunada.


De cerca el deterioro de la casa resultaba más evidente. Era curioso que alguien decidiera mantener el jardín tan bien cuidado, y no se ocupase en absoluto de la casa; eso me entristeció.

La puerta estaba bien cerrada, pero las ventanas de abajo no tenían casi cristales, por lo que cualquiera podría entrar con facilidad. Lo cierto es que como descubrí más tarde, no había ningún objeto de valor en la casa, sólo algún mueble carcomido, viejas reliquias, recuerdos sin otro valor que el sentimental y mucho polvo acumulado.

A través de los gruesos cortinajes entraba la luz de la tarde. Miré mi reloj. Eran cerca de las cuatro. Debía darme prisa antes de que el tiempo se me echara encima. Miré a mi alrededor con tristeza y emoción. ¡Y pensar que aquella casa fue un hogar una vez! Nada sabía de los primeros propietarios de la casa, tan sólo que el único descendiente de la familia residía en París. Un viejo y sucio tapiz que presentaba un paisaje estival era el único cuadro que pude observar en la planta baja. Tenía un estado tan lamentable que nadie hubiera osado llevárselo. Lo que debió haber sido el salón familiar estaba vacío y destartalado. Ni un sólo mueble; únicamente una vieja pianola sin teclas y cubierta de polvo, que habría conocido épocas mejores. Trozos de vidrio y cerámica aparecían desperdigados por el suelo. Tal vez en otro tiempo se habría celebrado allí algún baile de gala. Recorrida ya la planta baja en la que no encontré ninguna información sobre la familia, me dirigí con el pulso tembloroso hasta el piso de arriba.


Una enorme escalera que crujía con cada peldaño que subía me llevó hasta el vestíbulo superior. Encendí mi linterna y fui una por una visitando todas las habitaciones, que en su tiempo debieron ser los dormitorios de todos los miembros de la familia. Y tampoco allí descubrí nada nuevo. Todo estaba vacío, cubierto de telarañas y sin vestigios de historias pasadas. Me sentí decepcionada; la casa no quería hablarme de sus misterios,  como si nadie hubiera vivido allí.

Pero, me quedaba una última esperanza: el desván; allí donde van a parar todos los viejos recuerdos de lo que fue un hogar. Debía estar situado en el ático de la casa, así que ascendí al último piso con el corazón en un puño y respirando entrecortadamente. Abrí una pesada y chirriante puerta y allí estaba: el desván de la aurora.

El alma de aquella casa, donde habían desembocado todas las historias de sus habitantes, que me hablarían a través de sus objetos y recuerdos.. 

Nunca en mi vida había estado dentro de un desván, salvo con mi imaginación, y lo primero que pude percibir es que aquella habitación estaba llena de vida; podía sentir las vibraciones de todos los miembros de la familia sólo con respirar el aroma añejo que flotaba en el ambiente. Por el pequeño tragaluz del techo entraba la luz dorada del atardecer, revelándome un sinfín de objetos y reliquias amontonados. Misteriosamente el suelo parecía limpio, pero las telarañas colgaban del techo, y por la estrecha ventana se divisaba a lo lejos, más allá de los dorados maizales y de los girasoles, el azul del mar. ¡Lo había conseguido! ¡La casa me iba a revelar al fin sus secretos!


Miré de nuevo mi reloj, eran ya cerca de las cinco y media, y debía darme prisa antes de que me echasen en falta en mi otra casa. ¡Que cantidad de objetos y recuerdos! Un abanico multicolor de posibilidades y de historias se me ofrecía en aquella mágica habitación en la que no había ninguna norma, ni orden. Los objetos colocados de forma anárquica, parecían cobrar vida ante mi presencia. Todo un siglo de vida allí concentrado...

Necesitaría mucho tiempo para escudriñar aquel fantástico desván. Una pila de libros antiguos se amontonaba en un ángulo de la habitación. Cogí uno al azar, "Jane Eyre", y sonreí porque era uno de mis favoritos. Un cochecito de bebé empotrado junto a la ventana aparecía completamente oxidado; una muñeca rota dormía en su interior.  Algunos lienzos adornaban las paredes amarillentas. Había un caballito de madera, varios juguetes de otras épocas, y muchas muñecas de porcelana que parecían seguirme con la mirada.

Abrí un viejo armario y un chirrido cruzó la estancia. Un profundo olor a naftalina emanaba de los trajes antiguos que colgaban de sus perchas con su peculiar señorío, aunque raídos y descoloridos. Un globo terráqueo sobre un pupitre me recordó que había hecho novillos, pero aquella aventura estaba mereciendo la pena. Un reloj de cuco me sobresaltó al dar las seis de la tarde, misteriosamente en punto...

Había apurado mi botella de agua y debía apresurarme, pero había tanto que descubrir allí...Me sentía tan feliz que hubiera pasado la noche entera en aquella mágica habitación, que empezaba a sentir un poco mía.


Me decidí al fin por el enorme baúl del centro de la estancia y al abrirlo una montaña de objetos de todos los tamaños cobraron vida ante mis ojos: sombreros, collares de bisutería, rollos de encaje, madejas de lana, una caja de música, retales de seda, fotografías descoloridas, lazos de colores, una sombrilla, guantes, unos prismáticos, montones de cartas amarillentas y un viejo retrato enmarcado que llamó mi atención; al observarlo de cerca me sobresalté. Era una antigua fotografía en la que dos niñas gemelas de cabello rubio posaban junto a su joven institutriz, tal y como yo las había dibujado en mi bloc una semana antes. En el dorso del retrato pude leer unas palabras grabadas:

Amelia y sus pupilas.

Mi ser entero se estremeció. Siguiendo un impulso metí el retrato en mi mochila con el corazón desbocado. El sol comenzaba a caer y de repente sentí miedo. Cuando iba a cerrar el baúl divisé en el fondo un pequeño librito forrado de seda color violeta. En la portada podía leerse escrito a mano: Diario de la señorita Amelia Martínez. Debía ser el diario de la institutriz. Lo metí también en mi mochila. Encendí la linterna y salí apresuradamente del desván. Bajé las escaleras con rapidez, como si me persiguiera un fantasma. Trepé de nuevo el muro, y corriendo, como salida de un nebuloso e inquietante sueño, me dirigí a mi casa.


La noche azulada comenzaba a caer sobre los girasoles y a pesar de mi fantástica aventura, me sentía asustada de lo que podía sucederme al llegar a casa. Mi familia no comprendería nada, y esta vez sufriría un severo castigo. Lo sabía.

"Clara, esa niña soñadora que se pasa la vida en las nubes, se ha pasado esta vez con sus fantasías...". Inconscientemente rogué a las tres imágenes del retrato que me protegieran de todo mal, y me sentí mejor.

Esa noche me castigaron con una semana entera sin ver la televisión, pero a mi no me importó mucho, pues comparada con la fantástica historia que estaba viviendo en esos momentos, la televisión era algo irrelevante para mi.


Una vez en mi cuarto y después de haber llorado un poco a causa de la dura reprimenda, me leí el diario de la señorita Amelía y lo que allí descubrí me dejó sin aliento durante un tiempo...




SEGUNDA PARTE



La lectura del diario de la señorita Amelia me dejó conmocionada. Lo leí de un tirón, aunque no estaba preparada para lo que allí descubrí. Según la joven institutriz, la familia de la casa eran de origen francés; el dueño, Monsieur Robert, era un coronel retirado, que había mandado construir la casa a finales del siglo XIX, para asentarse en un lugar tranquilo del mediterráneo con su joven esposa, una actriz de teatro cuyo nombre artístico era Esmeralda Dubois, que al retirarse de la escena para casarse era conocida como Madame Robert, muy bella, pero de salud delicada. La pareja era muy feliz y estaban muy enamorados. Amelia llegó a la casa cuando nacieron las gemelas, y siendo una chica de origen humilde y huérfana, quedó prendada de la casa enseguida y de aquella pequeña familia que tan buen trato le daban, pese a ser extranjeros. Sus primeros años en la casa fueron muy felices. En la casa todo era armonía, y según señalaba Amelia, para ella eran su auténtica y única familia, la que nunca tuvo.

- "Creo que estoy enamorada..." - había escrito Amelia, pero sin dar detalles del dueño de su corazón.

Su devoción como institutriz no tenía limites; las gemelas eran para ella como sus hermanas, y los señores de la casa, como sus padres. Todo marchaba bien hasta que una noche Madame Robert, al regresar de una cena de gala se sintió indispuesta. Amelia nunca olvidaría aquella fatídica noche en que la señora falleció de repente, con su mejor vestido de noche y su collar de perlas todavía puesto. La tragedia estremeció los cimientos de aquel hogar, hasta entonces, feliz. El señor Robert no pudo soportar la desgracia, y al poco tiempo se adentró en el mar. Las gemelas se quedaron huérfanas a la edad de diez años, y un sobrino del señor Robert, Gerard André, fue nombrado tutor y albacea testamentario de las niñas hasta su mayoría de edad. Según Amelía, fue la peor época de su vida, golpe tras golpe, tuvo que esforzarse mucho para que las niñas no notaran que estaba moralmente hundida y poder seguir siendo su refugio y su consuelo, ahora que estaban solas en el mundo, y todo se había vuelto en contra. Gerard André estaba haciendo los preparativos para internar a las gemelas en un colegio francés, y pasado un tiempo, ella tendría que abandonar la casa junto con los demás sirvientes. No soportaba la idea de dejar a las niñas y salir de aquella casa, que había sido su hogar durante tantos años. Tampoco las niñas querían separarse de ella. Pasaba largos ratos en el viejo desván, reflexionando sobre la nueva y desoladora situación. Aquel desván que había sido rincón de juegos y de momentos felices en otro tiempo, era ahora el testigo mudo de su dolor.

- "Esta es mi casa. No creo que pueda vivir en otro lugar...El señor Gerard André es muy cruel al querer alejarme de aquí, y quitarme a las niñas... No me gusta ese hombre, y a las gemelas tampoco. Es muy inquietante..."- había escrito Amelía.

Seguí leyendo el diario con avidez hasta llegar al último verano de Amelia en la casa. Por lo visto la situación se había agravado, ya que las gemelas no soportaban la idea de ingresar internas en un colegio, y se hallaban sumidas en un estado de profunda apatía.

- "Esta situación es terrible. No soporto verlas sufrir, se me parte el corazón.." - escribía Amelia.

Conforme iba leyendo, mi angustia fue aumentando hasta llegar a la última página del diario, en la que pude leer con desolación las últimas palabras de la institutriz:

- "Esto es demasiado. He tomado ya una decisión : me llevo a las gemelas conmigo, donde ya no sufrirán más y que el Cielo se apiade de mi alma "

Mi corazón dio un vuelco al leer esto, porque estaba segura de que se trataba de un anuncio de suicidio y se "llevaba a las niñas con ella..", sólo podía significar una cosa...

Dieron las seis de la mañana en el reloj cuando terminé el diario y me encontraba fuertemente impresionada y con un poso de amargura en cada fibra de mi ser. Me dormí llorando y tuve extraños sueños donde una muñeca me hablaba y un reloj de cuco repetía mi nombre sin cesar. Me desperté como si hubiera dormido cien años, y tuve la sensación de que durante el breve intervalo que había durado mi extraña aventura había dejado de ser una niña, para entrar de golpe en la edad adulta. Aquella trágica historia también había tambaleado mis propios cimientos. Ahora debería juntar las partes rotas y comenzar a vivir una nueva vida, alejada de estúpidos sueños y fantasías. Me volcaría en los estudios y abandonaría aquella manía de intentar escapar a través de la imaginación.


Fue una semana triste y vacía. Ahora era yo la que se sentía deshabitada y abandonada. Dejé de comer y estuve enferma varios días, durante los cuales fui el centro de atención de mi casa. Me sentí querida y protegida de nuevo. Mi amiga Laura vino a visitarme. Sin embargo el recuerdo de la casa, la institutriz y las gemelas me perseguía a todas horas. Sentía que aún faltaban varias piezas de aquel puzzle, para tener la visión completa de lo que había sucedido.


Así que una vez restablecida, me dirigí a la biblioteca pública de la ciudad; buscando algún libro que me informara sobre la historia de la casa; debía haber uno, puesto que era el único edificio victoriano que había sido construido en medio de la huerta de la comarca. Y si hubo tantas muertes en tan corto espacio de tiempo, habría alguna reseña en alguna guía rural de la época; además al tratarse de una casa supuestamente encantada, algún libro antiguo habría también hecho referencia a la casa. Estuve toda la mañana de un sábado en la biblioteca, hasta que di con lo que buscaba. Era un pequeño libro sobre las casas antiguas de la ciudad, se titulaba:

"Casas con historia en nuestra comarca"

 En la reseña del libro había una pequeña fotografía de "La aurora",  y sentí un vuelco en el corazón.

Aquella misma noche descubrí otra de las piezas del puzzle. En el segundo capitulo del libro venía aparte de la historia de la casa, fotografías de numerosos recortes de prensa de la época. Tal y como yo había deducido, la institutriz se quitó la vida y se "llevó a las gemelas con ella.."

- "Joven institutriz enloquece y mata a sus dos pupilas, para luego suicidarse " -

decía el titular de un viejo periódico; no obstante también se comentaba que los cuerpos de las tres mujeres nunca habían sido encontrados. Se barajó la posibilidad de que la señorita Amelía se habría adentrado en el mar con las niñas en un ataque de locura. Mis ojos se llenaron de lágrimas, no podía soportarlo. Me sentí abatida.

"Gerard André, el heredero universal de los bienes y propiedades de Monsieur Robert", rezaba otro titular. ¡Cuanta tristeza había generado la casa..!

"Casa de la Aurora, saqueada durante la guerra, puesta a la venta por el único hijo de Gerard André"

Había numerosas reseñas en los diarios de la época. "Fantasmas en la casa de la Aurora "

A pesar de la demoledora noticia yo sentía dentro de mi que me faltaba aún la pieza final del puzzle y cuando viera el cuadro completo, tal vez, así lo deseaba yo con toda mi alma, lo vería de un modo completamente distinto. Iba a encontrar la pieza que diera sentido a todo y también encontraría la clave de aquel hechizo que me atraía irremisiblemente hacia la casa.

El reloj de cuco del viejo desván seguía llamándome en sueños...

Una tarde de junio me aventuré yo sola a visitar la casa por segunda vez. En esa ocasión procuré ir más preparada.

Fui más temprano. El sol del mediodía parecía quemar las hojas de los girasoles, dando la impresión de que estaban ardiendo. Hacía calor, era viernes y tenía toda la tarde por delante para completar mi puzzle y tal vez encontrar un poco de paz.

Seguí el mismo ritual de la primera vez. Una vez dentro de la casa subí a trompicones los tres tramos de escalera hasta llegar al último piso donde estaba el desván. Podía escuchar los latidos de mi propio corazón. Miré alrededor de aquella mágica estancia donde estaba encerrado el enigma que me tenía en vilo desde que vi la casa por primera vez.

Todo estaba igual, sin embargo algo había cambiado. No era algo físico, era como una presencia inmaterial, que yo sentía que me estaba vigilando, inmutable y silenciosa desde el éter.

De pronto y sin saber porqué, dije en voz alta:

- ¿Porqué lo hiciste Amelia..?, tú amabas a las niñas. Dime ¿porqué..? ¿porqué..? -

Una ráfaga de aire levantó mis cabellos y me estremecí. Me abracé a mi misma, para protegerme de algo o de alguien. De pronto el reloj de cuco empezó a gritar mi nombre.

" ¡Clara, Clara..! "

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me asusté mucho y ya estaba decidida a salir corriendo cuando llegó a mis oídos el sonido celestial de un arpa. Giré la cabeza y me quedé petrificada, en la pared justo debajo del reloj de cuco, se había formado una especie de puerta de inmensa luz celeste, y desde el otro lado de la puerta mágica salía la música más dulce que jamás había escuchado.

Una poderosa fuerza me atrajo hasta el otro lado. De repente el miedo dio paso a una agradable sensación de bienestar. Me parecía estar flotando, sin embargo conservaba mis cinco sentidos. Me encontraba en la casa, pero debía ser en una zona más nueva y según pude observar, en perfecto estado.

Crucé una espaciosa galería. La luz de la tarde se posaba suavemente sobre los enormes cuadros de las paredes. Todo estaba limpio, en orden y tuve la sensación de que esa parte de la casa estaba habitada.

Pero, ¿por quiénes? ¡Santo Cielo!

Un rumor de angelicales voces y risas llegó hasta mis oídos. Llegué hasta un rincón desde el que se divisaba el vestíbulo principal. Sorprendentemente se encontraba limpio. Una enorme lampara de araña colgaba del techo en perfecto estado, como si la acabasen de comprar. Debía estar soñando; no podía ser real lo que estaba viendo. Yo había estado allí hacía muy poco tiempo...La imaginación debía estar jugandome una mala pasada, pero todo era real, demasiado real...


Desde el salón familiar llegaban hasta mí, rumores de voces y música. Me asomé asustada y observé a un grupo de personas felizmente reunidas en torno a una mesa cubierta de suculentos manjares. Algunas iban vestidas con trajes de época, otras no; la mayoría eran jóvenes y muchos niños, y también algunos ancianos. El salón familiar por el que había entrado la primera vez estaba ahora limpio y resplandeciente, con sus muebles de época en perfecto estado; el lujo y la comodidad inundaban la estancia. Alguien dijo: ¡Feliz Cumpleaños! y dos niñas gemelas de rubios tirabuzones entraron en escena haciendo una pequeña reverencia.

Una joven con aspecto de institutriz comenzó a aplaudir con euforia y por un breve espacio de tiempo nuestras miradas se cruzaron.

Yo sabía que ella lo sabía...

Y recuerdo que en ese preciso instante me desmayé...


Ignoro el tiempo que estuve inconsciente. Cuando desperté me encontraba en una cómoda habitación con vistas al mar. Me sentía dolorida y confusa. Entonces la vi, sentada en el borde de la cama, observándome con una dulce expresión. Era ella, Amelía Martínez, la institutriz de las gemelas.

Lo que sucedió después fue la más sorprendente y fantástica revelación que nadie en mi vida me haría jamás.


Después de un breve intercambio de frases amables, Amelia me entregó en forma de palabras, la última pieza del puzzle.

Me encontraba en la casa, pero en otra parte, según ella me dijo:

- " Esta es otra parte de la realidad, más satisfactoria y agradable." 

Sin comprender aún mucho, le hablé del diario y de lo que había descubierto sobre ella y las gemelas. Negó con la cabeza y continuó hablando. La escuché atentamente con los ojos muy abiertos.

La señorita Amelia había descubierto la entrada secreta del desván poco tiempo antes de que la señora Robert muriera de repente. Era un lugar mágico, como fuera del tiempo, en el que nunca pasaba nada malo. Los días de sol duraban 25 horas, y las noches solo 3 horas. Apenas llovía, y cuando lo hacía siempre salía el arco iris y quedaba varios días fijado como una corona en el cielo. Los habitantes de aquel lugar habían llegado hasta allí del mismo modo que ella, huyendo de la cruda e insoportable realidad. La gente nunca envejecía, ni enfermaba y siempre estaban de buen humor. Era un pequeño limbo donde todo era siempre verde y hermoso. En ese lugar, Amelia había conocido a un apuesto caballero, Eduardo; que en su primera visita al otro lado le confesó su amor, y le pidió quedarse a vivir con él en ese paradisiaco limbo, donde siempre era primavera. Ella le correspondía, pero no podía abandonar a las niñas que tanto amaba. Cada cierto tiempo recibía cartas de su novio en el desván; él las dejaba desde el otro lado en la casita del reloj de cuco, y algunas veces se citaban a medianoche en el desván. El entraba por un pasadizo secreto que había a parte del umbral mágico, pero Eduardo no podía ir más allá de la puerta del desván o moriría instantáneamente. Era difícil vivir entre esos dos mundos tan diferentes y tan cerca el uno del otro. La puerta mágica sólo se habría dos veces al año, con la entrada de la primavera y el solsticio de invierno. Era como una puerta estelar o un puente entre dos universos. Cuando comenzaron en el mundo real la serie de desgracias familiares, ella se planteó irse a vivir al otro lado, pero según me confesó, sólo cuando se enteró de que las niñas estaban gravemente enfermas y no había cura para ellas, tomó la decisión de llevárselas al otro lado, donde vivirían por siempre sanas, felices y seguras, en aquel limbo de paz y armonía. Y así fue. Las niñas nunca dejaron de tener doce años, la misma edad que tenían cuando cruzaron aquel umbral hacía ya 80 años. El rostro de Amelía reflejaba la misma frescura y lozanía que tenía en aquel viejo retrato del desván. No pasaría de los 25 años.

A esas alturas de la historia ya nada me sorprendía, y después de todo le encontraba su lógica; la institutriz y las niñas habían vivido todo un siglo de paz, amor y seguridad, evitándose tantas penalidades y sufrimientos. Yo la seguí escuchando, las gemelas recobraron la salud y la alegría nada más cruzar la puerta mágica. De vez en cuando a lo largo de aquellos 80 años, alguien había cruzado el umbral, huyendo de la realidad y se había quedado allí. Me contó la historia de un grupo de milicianos que durante la guerra civil se habían refugiado en la casa huyendo de una brutal emboscada; cruzaron el umbral y se quedaron allí para siempre.

- "Clara, yo sabía que tarde o temprano cruzarías la puerta...Te observé la primera vez que viniste al desván. Es la única parte de la casa real a la que podemos tener acceso desde aquí, desde el otro pasadizo, pero no puedo ir más allá del desván o moriría en el acto. Tú amas esta casa tanto como yo, y presiento que te pareces mucho a mí, ¿verdad..?"

Comencé a llorar, pero de alegría. La ultima pieza del puzzle me había mostrado una imagen completamente distinta y maravillosa. Tal y como yo había presentido, aquella era una casa de vida y no de muerte. Amelia había salvado a las niñas de una muerte temprana y las había colocado en un limbo soñado. Vivían junto a ella y su marido Eduardo como una familia. Ella me miró con ternura. Nos abrazamos y me sentí triste porque pronto abandonaría aquel lugar, para no volver a verla jamás, y eso me partiría el corazón, porque ya consideraba a Amelia como alguien de mi familia.

- "Sólo se pueden entrar dos veces en este lugar. La primera para conocerlo y reflexionar, y la segunda vez para quedarse definitivamente. A todos los que entran aquí les ofrecemos la posibilidad de quedarse, yo también te la ofrezco a ti...Clara" 

Me quedé en silencio, aunque bien sabía yo que no me quedaría allí para siempre, por mucho que lo deseara. Pensé en mis padres, en mi amiga Laura, en el colegio, y en tantas, y tantas cosas que amaba, aunque me sintiera sola e incomprendida en el mundo real.

A lo largo de mi vida tendría que enfrentarme a muchas angustias y penalidades, pero yo quería crecer, descubrir, vivir y comprobar por mi misma las cosas de la vida, fueran malas o no.

No podía quedarme allí, por más que lo deseara. 

Entraron las gemelas, muy lindas y sonrientes. Habían sido muy afortunadas al haber tenido a Amelía como institutriz en el peor momento de sus vidas.

La institutriz cogió una rosa del jarrón de la mesita y me la ofreció. 

- "Entiendo que todavía eres muy joven, para tomar una decisión tan importante. Eres muy fuerte y llena de vida. Tal vez dentro de mucho tiempo cuando hayas experimentado todos los sinsabores de la vida decidas venir aquí por segunda vez para quedarte definitivamente. Te recibiremos con los brazos abiertos, querida Clara. Guarda esta rosa siempre contigo. Te dará suerte. Las flores aquí jamás se marchitan. Como recuerdo de nuestra amistad, guardala siempre. Nunca se marchitará..."

Nos abrazamos las cuatro y sentí que una parte de mi se quedaría con ellas para siempre en aquel otro lado de la realidad.



Epílogo



Así fue como el desván de la aurora se convirtió en el centro de mi mundo y como todos mis sueños y anhelos desembocaban siempre de una u otra forma en aquella mágica habitación, donde todo cuanto sucedía se hallaba por completo al margen de la vida cotidiana.

Todo cuanto aconteció durante aquella primavera de prodigios y secretos me pasó factura en el colegio, ya que tuve que repetir el curso. No volví a pasar por el camino de los girasoles, donde se encontraba "mi casa", no obstante guardé cada detalle de aquella historia en mi pequeño diario que comencé a escribir aquel verano. Aquella mágica rosa siempre viva que guardaba en una caja cerrada con llave, el diario de Amelia y el viejo retrato eran mis más preciadas posesiones.

A nadie jamás conté mi secreto, pues mi fama de soñadora y fantasiosa, habría dado lugar a la de lunática y tal vez loca. ¿Quién iba a creerme? Y en el fondo yo no deseaba que aquello se supiera nunca.

Pasó el tiempo y nos trasladamos a otra ciudad a causa del trabajo de mi padre. Dejé atrás la infancia, me apliqué en los estudios y terminé la carrera de filosofía y letras, porque ya había decidido que sería escritora. Sentía que dentro de mi habitaban un sinfín de historias deseando salir a la luz.

En la universidad me pusieron el apelativo de "ermitaña",  por mi tendencia a aislarme de los demás. Nunca frecuenté los lugares que se suponía que le debían gustar a una chica joven. Hice algunas amistades en aquella época, pero ninguna de mi edad. Sólo vivía para trabajar y soñar con la gran historia que escribiría alguna vez.

Me contrataron como editora en una revista de literatura. Aparentemente, mi vida parecía insípida y vacía a los ojos de los demás, pero dentro de mí seguía guardando intacto el espíritu libre y soñador de mi infancia. Es como si aquel mágico desván viviera dentro de mi, y no necesitaba nada más.

Llegó el momento en que me quedé sola en la vida al faltar mis padres. Fueron tiempos difíciles, de intensa amargura, pero después de todo la vida es así, una rueda de luces y sombras girando sin sentido en algún lugar del espacio.

Como cualquier escritor, presentía que debía experimentar todas las fases del sufrimiento para después dar al mundo mi mejor obra. También descubrí los sinsabores de mi primer desengaño amoroso; fue entonces cuando publiqué mi primera novela : La isla perdida, que ganó un concurso nacional de literatura.

Durante un tiempo estuve viviendo en Madrid, en un pequeño piso de alquiler; me dedicaba a escribir cuentos para niños y me pagaban lo suficiente como para poder ahorrar algún dinero y costearme algún viaje. Así pasaron los años hasta que una noticia en el periódico me trasladó de nuevo al pasado : 

" Una cadena de televisión francesa está grabando un documental en una vieja casa deshabitada del Mediterráneo.. "

Y allí debajo del titular había una fotografía de La Aurora. El corazón me dio un vuelco. Habían pasado más de veinte años desde que viera la casa por última vez, decidí que había llegado el momento de regresar y pasar la prueba de una vez.

Aproveché las vacaciones de verano y preparé el viaje de retorno a mi pasado. La ciudad donde había transcurrido mi infancia había cambiado mucho. No me quedaba allí ningún familiar, y suponía que mi amiga del colegio ya estaría casada y con hijos adolescentes.

El aire ligeramente perfumado del Levante me trajo gratos recuerdos. Se palpaba en el ambiente que al final de aquella ciudad había un mar inmenso aguardando, espectante y generoso.

Aún quedaban vestigios de la huerta en las afueras de la ciudad. Lloré al divisar el camino de girasoles...

Y allí estaba de nuevo distante y melancólica, la casa de mis sueños.

La cadena de televisión francesa ya había finalizado su documental, pero habían dejado huellas de su estancia allí. Sustituyendo el antiguo cartel de "Se vende", había otro que ponía: Se alquila.

Me sentí vieja de repente, y estuve llorando junto al muro de piedra durante un largo espacio de tiempo.

Una vez en el hotel, tomé una decisión que tal vez me traería la paz para el resto de mis días. Iba a alquilar la casa. Tenía ahorrado bastante dinero, y cuando lo tuviese todo arreglado me trasladaría a vivir allí. Después de todo, yo también era parte de aquella casa. Tenía ya cuarenta y cinco años, sin ataduras familiares, ni personales, con un maravilloso secreto dentro de mi y una gran novela que se estaba gestando en mi interior.


Me puse en contacto con la agencia inmobiliaria y me sorprendió la facilidad con la que llevaron a cabo los trámites. Según me contaron, el nuevo propietario, no quería vender, prefería alquilar la casa por tiempo indefinido y un módico precio. Varias parejas de recién casados habían vivido allí como huéspedes durante algún tiempo, y algunas cadenas de televisión habían rodado documentales y algún capitulo de una serie de éxito de la BBC.

La casa presentaba ahora mejor aspecto que cuando la vi por primera vez. Se notaba que alguien había vivido entre sus muros en un pasado cercano; pero seguía siendo la casa de mis sueños. 


Todo se arregló con sorprendente rapidez. Me encontraba eufórica. Iba a vivir por fin en la casa que había conquistado mi corazón siendo niña, y por tiempo indefinido, según se acordó con el propietario. 

El traslado fue una aventura en si mismo.

Ocupé todo mi tiempo libre en adecentar los sitios donde había decidido instalarme. Gasté gran parte de mis ahorros en reformar la cocina, la escalera y la habitación donde pensaba instalar mi dormitorio. Me traje algunos muebles de mi piso de Madrid y otros los adquirí en una tienda de segunda mano. Reformé el cuarto de baño del primer piso y transformé una pequeña habitación en mi despacho. Hubo que arreglar la instalación eléctrica y las cañerías;  el propietario se encargó de costear todo eso.

Me traje todos mis recuerdos, libros y objetos personales. La primera vez que entré en el desván, durante aquellas intensas vacaciones, fue como regresar al seno materno. Una intensa emoción me embargó, pues se estaba completando un circulo que comenzó a dibujarse aquella tarde de 1982.


Cuando se terminaron las reformas me instalé en la casa definitivamente, porque así lo había decidido yo.

Nunca me iría de allí..

Inauguré mi nuevo hogar dando una cena a un pequeño grupo de amigos del ambiente literario, poetas y escritores, con los que había establecido una gran amistad a través de los años.

Me negué a tener servicio domestico, en parte porque no podía permitírmelo, y en parte porque quería estar completamente sola en la casa.

Llevaba siempre conmigo la rosa siempre viva que me había regalado Amelia, gurdadada en una caja de cristal, el viejo retrato y el diario. Presentía que el espíritu de la institutriz y las niñas vagaba feliz al otro lado de la casa, en su otra realidad, al margen del tiempo.

Yo lo notaba intensamente. 

La novela comenzó a tomar forma y en mi nuevo despacho escribí el primer capítulo en un momento de inspiración. Me sentía libre, segura, como si aquella niña soñadora de 12 años hubiera regresado a mi.

Una noche de invierno sucedió el prodigio tanto tiempo esperado. Me disponía a dormir cuando un ruido de voces entremezcladas con risas me llegó desde el ático. Me estremecí completamente; me eché la bata por los hombros y subí al desván...

Allí en torno al baúl se encontraban Amelia y las gemelas. Recordaba que según me dijo la institutriz no podían ir más allá del desván.

Abrieron los brazos al verme. Me habían reconocido enseguida, a pesar de los años transcurridos. Señalaron mi cabello color cobrizo recogido en dos gruesas trenzas, como en aquella última tarde; para ellas seguía siendo la misma niña que guardaba amorosamente su secreto. Nos abrazamos y reímos juntas. Ellas seguían igual. Nada en su aspecto había cambiado.

Les conté mi vida y todo lo que me había sucedido hasta entonces. Les entusiasmaba la idea de tenerme como inquilina, y más aún que me hubiera convertido en escritora. Amelia me habló del otro lado, y como en esos más de veinte años varias personas habían cruzado el umbral para siempre. Me recordó que aún me quedaba mi segunda visita, por si algún día deseaba trasladarme con ellas para siempre. Decliné con la cabeza, aunque a lo largo de los últimos años siempre había tenido presente en mi, esa segunda visita.

Charlamos hasta el amanecer y desde aquel día nos encontramos una vez a la semana en el desván, algunas veces nos acompaña su marido Eduardo, otras, algún habitante del otro lado. Organizámos una merienda y hablamos sin parar de los dos extremos de la realidad.

A través de nosotras, los dos mundos opuestos entre sí, se comunican en el desván.

La puerta mágica se sigue abriendo dos veces al año, aunque mis amigas se comunican con el desván a través de un pasadizo que hay junto al reloj de cuco, y así mantenemos viva nuestra amistad. 

Una vez al mes vienen a visitarme mis amigos del circulo literario, e intercambiamos ideas y opiniones sobre nuestra profesión; ellos representan mi conexión con el mundo real. Aunque es un millón de veces mucho más satisfactorio mi conexión con el otro lado de la realidad.


Mi novela ya está casi terminada. Espero que esta vez pueda alcanzar el éxito anhelado, aunque tampoco eso me quita el sueño. Para mí escribir es como tener un hijo que hablará de mi cuando yo no esté.

Es muy agradable y excitante saber que al otro lado de la casa, en una realidad paralela, conviven un grupo de personas en total armonía. Sí, aún me queda esa segunda visita al otro lado del umbral, cuando entre para quedarme a vivir allí para siempre, pero aún soy joven y tengo mucho por vivir y escribir, porque la literatura es mi mundo. Tal vez cuando la vida me resulte insoportable y haya vaciado por completo mi alma en la escritura, o los achaques de la futura vejez no me dejen vivir, cruzaré el umbral para siempre.

" Se adentró en el mar... Era una mujer extraña.." - dirán de mi...

Y pasaré a engrosar la lista de escritoras malditas y suicidas, sin que nadie sepa jamás que sigo viva en otro espacio temporal, mas allá de todo lo imaginable.

De momento la vida es agradable conmigo. Soy escritora, tengo mi casa y tengo un desván donde desembocan todos los sueños de mi infancia, desafiando las leyes de la ciencia y la razón.

Al fin y al cabo, ¿qué es la realidad..?

¿acaso lo sabe alguien..?



FINAL


YOLANDA GARCÍA VÁZQUEZ

España 

Derechos de autor reservados
Mayo/ 2015

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL PARADOR DEL OLVIDO Las Hijas Del Viento

LUMBELIER (LA COLINA DEL MIEDO)

UN SECRETO ALUCINANTE (ESPÍRITUS AFINES)