EL ALBERGUE DE LA ALEGRÍA (NUNCA CAMINARÁS SOLO)






A la memoria de mi abuela R. M. por su enorme generosidad con los más desafortunados



_ EL ALBERGUE DE LA ALEGRÍA _
(Nunca caminarás solo)

Autora : YOLANDA GARCÍA VÁZQUEZ

España

Derechos de autor reservados 



PRIMERA PARTE



Era una noche cualquiera, de una ciudad cualquiera, en los años de la Europa de la postguerra de un país cualquiera. La ciudad dormía envuelta por el suave manto de la lluvia. Esa misma ciudad que años atrás se había tambaleado a causa de los bombardeos y las persecuciones nazis, ahora se erigía orgullosa, demostrando al mundo que los hombres pasan y se desvanecen, y con ellos, se esfuma su parte de gloria y de miseria, pero los cimientos de aquella ciudad milenaria, antorcha de la cultura occidental, permanecían en pie, incólumes y ajenos a la mezquindad humana.

La vida seguía su curso y un millón de almas se aferraban a la única cosa que les quedaba, su propia existencia, y la innata cualidad humana de querer seguir adelante. De eso se alimentaba aquella ciudad, para bien o para mal, de la esperanza y la fuerza de voluntad de sus habitantes, virtudes inherentes a todo el género humano. La capacidad de resistencia de sus habitantes era el motor invisible de aquella ciudad, que había aguantado el brutal embiste del destino surgiendo con más fuerza que nunca. Era la voluntad de la propia existencia, abriéndose paso, desde la más lúgubre noche hasta la luz de un nuevo día.

El gran reloj de la catedral dio las 12 horas con su acostumbrada puntualidad y la lluvia arreció levemente. Se aproximaba la primavera y ya las grandes avenidas comenzaban a emanar el delicado perfume propio de esa estación. Era una oportunidad más para realizar algún viejo sueño y tratar de olvidar todo el infierno pasado. El cielo, testigo de la caída y del auge de aquella ciudad conspiraba a favor de sus gentes. La lluvia arrastraba todas las penalidades sufridas y limpiaba de espectros y sombras el corazón del asfalto. Desde el gran despacho del ayuntamiento, un hombre contemplaba aquella ciudad con una expresión de melancolía y abatimiento; era el alcalde, Alfred Sullivan Benders.


Observando la fría llovizna caer sobre las aceras de aquel distrito, movía la cabeza con pesar. Había pasado el peor día de su vida, aunque pensándolo bien, llevaba ya mucho tiempo sumido en una enfermiza desesperación. Esa noche todo había tomado forma, mostrándole un futuro tan incierto como tenebroso. Tenía cuarenta y cinco años y había trabajado muy duro para alcanzar su posición actual. Si bien para llegar a lo más alto había actuado de un modo muy poco decente. ¡Que ironía..! Para llegar a ser un hombre honorable había tenido que tomar decisiones muy poco honorables, pero acaso, ¿no lo hacían todos los poderosos..? Así lo había aprendido todos estos años. Le habían enseñado muy bien. Era la táctica habitual en las altas esferas. Durante la guerra había estado viviendo en Sudamérica, como muchos miembros de su entorno, alejado de los bombardeos y las miserias padecidas por sus conciudadanos, los mismos que cuatro años atrás,  después de su regreso al país, le habían elegido alcalde de la ciudad. Pertenecía a una de las familias mejor posicionadas del país. Nunca había conocido la pobreza, ni la escasez. Al igual que aquella ciudad que le vio nacer, su familia había resistido y ascendido de posición cada vez más. Le avergonzaba reconocer que se habían enriquecido a consecuencia de las dos guerras mundiales, pero así era. Tenía todo en la vida para sentirse el hombre más afortunado del mundo, y sin embargo desde hacia más de un año, se sentía el más triste y miserable de todos los hombres. Buscaba preguntas en su interior, mas no hallaba la respuesta. Desde que se unió a la élite secreta que controlaba cuanto acontecía en la ciudad, su vida había dado un brusco giro. Fue nombrado asesor del primer ministro y más tarde alcalde, casi de la noche a la mañana. Es cierto que había contribuido al levantamiento y reconstrucción de la ciudad, invirtiendo gran cantidad de dinero proveniente del extranjero. Sin embargo, según las acusaciones del partido de la oposición, se habían minado aún más los derechos de la clase trabajadora, y se había negado cualquier tipo de ayuda social a los más desfavorecidos. Pero, él, y esto le costaba reconocerlo, sólo recibía órdenes de "arriba". Para los "jefes", la gente no importaba mucho, había que restaurar y preservar los edificios emblemáticos de la ciudad, favorecer a las grandes empresas, proteger a la clase pudiente y sobretodo, beneficiar a los banqueros. Si miles de personas pasaban apuros económicos y necesidades, poco les importaba. La gente sólo era necesaria según el beneficio que pudieran obtener de ellos. Así había sido siempre, y aunque él había despreciado en su juventud, esa forma de actuar de los poderosos, aceptó esas "normas" por vanidad y puro egoísmo. Por lo tanto era tan miserable como ellos. Era increíble la cantidad de amigos importantes que le habían salido desde que ostentaba su posición en la alcaldía. Todos fingían apreciarle. Todos le aclamaban y le pedían favores, no obstante, él se sentía el hombre más sólo y desvalido del mundo.

Volvió a hojear la carta que había recibido esa misma mañana. No recordaba las veces que la había leído. Le había trastocado profundamente, ya que era la carta de un muerto. Ernest Rosingbert, su amigo de la infancia y compañero de pupitre en la escuela de San Patricio, le había escrito aquella carta poco antes de suicidarse el día anterior. En la carta le explicaba la causa de su fatal decisión.

" ¿Porqué me hiciste esto..? Te consideraba mi mejor amigo.. Lo he perdido todo por tu culpa..".

Y tenía razón. Él como alcalde había aceptado un soborno de medio millón de xxx, y a cambio tenía que tomar ciertas decisiones políticas que favorecían a la élite secreta a la que pertenecía, y colateralmente perjudicaban a pequeños empresarios que no querían entrar en el perverso juego financiero de los poderosos, por lo que había que echarlos del tablero como fuera. Su amigo Ernest, un hombre sensato, cabal e incorruptible, se había arruinado totalmente a causa de sus decisiones, impuestas por aquellos que habían vendido su alma al dinero y al poder. Su viejo amigo yacía ahora en el panteón familiar. Había dejado mujer y cinco hijos. Se sentía culpable y despreciable. Por primera vez en mucho tiempo supo lo que era tener remordimientos. Había recibido el maletín esa misma tarde; era una vieja maleta de cuero con doble fondo, sucia y vieja para no despertar ningún tipo de sospechas; contenía medio millón de xxx en efectivo, dinero negro y libre de impuestos. Sintió asco al observar tanto dinero, y pensó en su amigo muerto. Cuanta razón tenía aquel que dijo que a las cumbres más altas sólo llegaban las aves de rapiña..Eso era él, o en eso se había convertido. Un día duro que estaba sacando a la superficie su parte más humana y vulnerable. Hacía casi un año que su esposa le había abandonado alegando crueldad mental, y aunque no era del todo cierto, se había portado muy mal con ella.

"A veces creo que no tienes corazón.. "

Le había dicho ella, y tal vez tuviera razón...

Miró al cielo, buscando una señal de aquel Dios del que había renegado a cambio de poder, pero la única respuesta que obtuvo fue un relámpago que iluminó su despacho durante un instante. Se sentía sucio e indigno. Había tomado la decisión justo después de leer la carta de su amigo, aunque bien es cierto, que no era la primera vez que se lo planteaba. No sabía como iba a poder seguir viviendo después de aquel día. Era uno de los hombres más poderosos de la ciudad, pero se sentía atrapado en una tela de araña que presentía que al final lo devoraría. Todavía quedaba en él un poco de aquel muchacho soñador y entusiasta que fue. Quería irse de este mundo antes de que aquel niño desapareciera para siempre. Decidió que debía marcharse mientras le quedase un atisbo de dignidad, antes de que aquella gente para la que trabajaba le robasen el alma por completo. Había dejado muchos cadáveres en el camino en su ascenso al poder, y no encontraba otro modo de expiar sus culpas y todo el daño que había hecho. Ya no le quedaba nadie en el mundo: su único hermano vivía en el extranjero. No tenía hijos, sólo un montón de primos, sobrinos y amigos que no dejaban de pedirle favores demasiado caros. El único hombre al que había podido llamar amigo de verdad, era el pobre Ernest, y se había quitado la vida por su culpa. Desde hacia cierto tiempo soñaba con la libertad, ese tipo de libertad que no es posible en la tierra.

Miró al cielo otra vez y pensó en lo maravilloso que sería volar como los pájaros...

Siempre había soñado con ser aviador, pero las firmes convicciones de su familia lo habían impedido. Él había nacido para hacer dinero y llegar tan alto como sus antepasados. Nunca pudo realizar sus sueños de juventud. La férrea disciplina familiar le había educado para ser un hombre rico y poderoso. Y ahora toda su vida le parecía una mentira. A nadie le importaría su muerte.

Dejó una breve nota escrita anunciando su intención de irse de este mundo, sin culpar a nadie de nada.

"Yo soy el único responsable..."

agregó al final de su breve esquela.

Se puso su abrigo, salió del despacho y cogió el ascensor hacia el piso de abajo. Una débil cortina de agua se abría a sus pasos. Las calles estaban casi desiertas. La luz de las farolas iluminaba las aceras mojadas. Un viejo vagabundo pasó junto a él, y por un breve intervalo de tiempo sus miradas se cruzaron.

Tenía frío; se sentía tan cansado...

Si pudiera dormir durante años y olvidarlo todo.


El viejo puente de construcción medieval dividía la ciudad, férreo y consistente. ¡Cuanto dinero se había invertido en repararlo..! Mucho más del necesario. Bueno, ahora ya poco importaba.

Las aguas se agitaban inquietas y turbulentas, como si le llamaran... Había ya decidido tirarse al río con el maletín que llevaba atado a la cintura y ahogar para siempre todo aquel dinero sucio y maldito, que había sido la causa de la muerte del pobre Ernest. Sería fácil, un instante de lucha y sufrimiento, después la calma y el sosiego eterno.

Un gran relámpago iluminó la ciudad entera por unos segundos, justo en ese instante, después de pedir clemencia al cielo, Alfred Sullivan Benders se tiró al río.

El viejo vagabundo con el que se acababa de cruzar contempló atónito toda la escena desde la sombra nocturna, y sin pensarlo dos veces se lanzó al agua para rescatar a aquel hombre. Abraham, que así se llamaba el viejo, conservaba aún el vigor que en su juventud le había hecho ser merecedor entre sus amigos, del mote: "El forzudo". Luchó contra aquel desconocido que quería quitarse la vida delante de él, pero Abraham no iba a permitirlo. Entre los forcejeos y sacudidas, a punto estuvo el agua de llevárselos a los dos. Al fin ganó la pelea el viejo Abraham y arrastró al hombre hasta la orilla que yacía inconsciente a causa de un golpe que el viejo le había dado para que no opusiera resistencia y poder así salvarle la vida.

El viejo respiró agitado, se sentía confuso y fatigado, pero satisfecho porque había salvado una vida. Dios le recompensaría por eso, Él siempre lo hacía. Descansó junto al hombre que yacía inmóvil, pensando qué decisión tomar. No sabía a qué clase de persona le había salvado la vida, pero su difunta madre siempre le recordaba un dicho popular, lleno de sabiduría: "haz bien y no mires a quién." Tal vez fuera un criminal buscado por la policía, bueno daba igual. Era un ser humano y necesitaba su ayuda. Miró sus ropas, iba bien vestido y tenía buen aspecto, no como él, que no era más que un viejo pordiosero. Aunque él jamás se hubiera intentado quitar la vida por muy pobre y miserable que fuera. Para Abraham, la vida era un regalo del Cielo; pero no quería juzgar a aquel desgraciado. Sabe Dios qué cosas le habrían ocurrido a aquel hombre para llegar a ese extremo. Sus motivos tendría. Bueno, de momento había que llevarlo a algún sitio para acomodarlo hasta que se recuperara y para él sólo había un lugar en todo el mundo donde aquel pobre desgraciado pudiera encontrar un poco de paz, comida y alojo, ese lugar era: "El albergue de la alegría". Sí, allí lo llevaría. Avisaría al joven Martin y lo acomodarían en aquella casa de caridad, donde cualquier desamparado era acogido de buena gana. Ella se alegraría, era una mujer tan buena y generosa.


"El Albergue de la alegría" estaba situado entre los barrios más pobres de la ciudad, donde el dinero del ayuntamiento no llegaba jamás. Era una vieja casa en estado semi ruinoso, que gracias a la labor caritativa de un párroco y de una mujer se había convertido en un lugar de acogida para mendigos y vagabundos. Cecilia Rubens, una ex novicia de cuarenta años, regentaba aquel lugar para los más desfavorecidos. Había sido su proyecto personal desde que colgara los hábitos al finalizar la guerra. Mujer de enorme fuerza de voluntad y de espíritu libre, siempre pensó que podía servir mejor a Dios estando en contacto con los que más sufrían, que encerrada entre los muros del convento. Junto al padre Lorraine se encargó de levantar el albergue, no sin antes tropezarse con muchos inconvenientes por parte de la alcaldía. En cinco años el "Albergue de la alegría " había acogido a numerosos vagabundos y mendigos que no tenían ningún techo donde guarecerse y que durante el día recorrían las grandes avenidas en busca de un alma caritativa que les diese alguna limosna para seguir viviendo. En el Albergue encontraban alojo y tres comidas diarias. Algunos iban y venían, otros se quedaban y aportaban su ayuda, si no eran muy ancianos, otros pasaban sólo para comer; y la inmensa mayoría iban allí para poder morir en paz cuando presentían su final. Había veinticinco camas dispuestas en el salón de la planta baja, aunque normalmente sólo se ocupaban quince. El comedor situado en la habitación contigua estaba siempre lleno. Se ofrecían tres comidas al día, desayuno, comida y cena. Siempre había mucho trabajo por hacer, por lo que Cecilia Rubens ocupaba todo su tiempo en el albergue; también era su hogar, ya que dormía en una pequeña habitación del piso de arriba. Cecilia contaba con la inestimable ayuda de la señora Harman, una viuda que había perdido a su marido e hijos en la guerra, cuyo único nieto, el joven Martin, también aportaba su ayuda en el albergue. La señora Rochester, una mujer de mediana edad, se ocupaba de la cocina. De vez en cuando algún vecino del barrio prestaba su ayuda; y con frecuencia el tendero de la esquina les enviaba paquetes de alimentos, aunque precisamente la comida era lo que más escaseaba. Tanto Cecilia como el padre Lorraine luchaban con todas sus fuerzas por mantener abierto el albergue, pero no era fácil con los tiempos que corrían. Cualquier mendigo o vagabundo encontraba allí su cobijo, y el recuerdo de que no estaban solos en este mundo. Jamás habían tenido ningún problema con ninguno, más bien al contrario, la gratitud de aquellos seres desamparados era infinita. Veían a sus benefactores como si fueran sus ángeles guardianes y a Cecilia Rubens como su hada madrina. Cecilia era conocida como la señorita Lily, debido a su aspecto todavía juvenil y delicado. Para ella el albergue era todo su mundo y la razón de su existencia. Todos los años de soledad, pobreza, su fuerte crisis vocacional, los sufrimientos padecidos durante la guerra, eran sumamente recompensados al ver las expresiones de alegría y gratitud en los rostros de aquellos viejos que ya nada, ni a nadie, tenían en este mundo. Entre ellos hacían amistades y recordaban épocas mejores. En el barrio había mucha pobreza, y sin embargo los vecinos daban de lo poco que tenían para el mantenimiento del albergue, que se sostenía gracias a la caridad de sus vecinos. Lejos quedaban las lujosas avenidas recién construidas por el Ayuntamiento que revestían las aceras de la gente pudiente. En aquel viejo barrio donde la pobreza clamaba al cielo, entre las oscuras callejuelas sin salida pobladas de corazones rotos y suciedad, aquel albergue era como un faro al final del mar.


Alfred Sullivan Benders se despertó inquieto en un viejo camastro. Se sentía entumecido y desorientado, con la vaga sensación de haber dormido durante años. Retazos de las últimas horas acudían a su mente como diapositivas. Recordaba ligeramente haber librado una batalla con un vagabundo sobre las gélidas aguas del río. Le dolía todo el cuerpo. Lanzó un gruñido y de repente tuvo conciencia de cuanto le había sucedido el día anterior. Maldijo su suerte, algo había salido mal. Un maldito vagabundo se había entrometido y había cortado sus ansias de libertad. Ahora tenía que seguir viviendo, muy a su pesar, enfrentarse al escándalo y seguir prisionero de aquella diabólica tela de araña. Recordó de improviso el viejo maletín con el medio millón de xxx , que llevaba atado a la cintura con la intención de ahogarse con él la noche pasada ¡Condenado dinero! La causa de todos sus males. Y ahora ¿qué iba a hacer con su vida..? Probablemente en unas horas lo dieran por muerto, y ya habrían unos cuantos frotándose las manos.

 ¡El alcalde se ha suicidado!

La prensa se cebaría con la noticia y sus "jefes" dirían que no era más que un cobarde y un hombre débil, que estaba mejor muerto, y se buscarían otra marioneta a la que poder manipular. Echó una hojeada a la estancia donde se encontraba. Era una habitación espaciosa y destartalada. Debía ser una de aquellas casas viejas que había en los barrios bajos de la ciudad. La pintura de las paredes estaba desconchada. Había más camas como la suya, todas desocupadas, menos una, donde dormía un anciano lleno de mugre, con aspecto de pordiosero. Miseria y pobreza es lo que se apreciaba en aquel lugar; sin embargo, un delicioso olor a comida se filtraba a través de la puerta. A pesar de su angustia personal, de los sufrimientos de la noche pasada, del amargo despertar y de su vuelta a un mundo hostil, tenía un hambre voraz. Un viejo se acercó a él con expresión temerosa.

- Disculpe, señor.. Espero que se encuentre usted mejor. Esto es suyo. - y le entregó su maletín.

Así que después de todo, no iba a librarse nunca de aquel maldito dinero. Suspiró apesadumbrado.

- ¿Dónde estoy..? - preguntó

El anciano sonrió con benevolencia

- Yo fui el que le salvó la vida, señor. Aquí no se hacen preguntas a los huéspedes, sólo se da cobijo, ayuda y consuelo. Es una casa de caridad. Se llama "El Albergue de la alegría". Lo trajimos aquí porque pensamos que era el mejor lugar para usted hasta que se recuperara. Ignoro los motivos que tuvo usted para hacer lo que hizo, y no los quiero saber. Todos aquí tenemos un pasado, pero si algo tenemos en común es que no tenemos ningún lugar a donde ir, ni casa, ni familia, ni nada. Ya me entiende usted. Somos los olvidados de la ciudad. Eso si, somos muy felices aquí. La señorita Lily y el padre Lorraine son nuestros ángeles. Puede usted quedarse aquí el tiempo que desee. -

Alfred sonrió con tristeza. Así que todavía quedaba bondad en el mundo...

El Albergue de la alegría.. ¡Hermoso nombre!

Un sinfín de imágenes giraron en su cabeza. De repente se echó a llorar como un niño. Sollozaba con tal desesperación que el viejo mendigo se estremeció.

- ¡Venga hombre, anímese..! Es usted joven aún. La vida puede ser muy bonita. No llore usted, aquí le cuidarán. Todo saldrá bien. No está usted solo...

Alfred Sullivan se quedó dormido de nuevo. Hasta sus oídos llegaron las notas de una canción muy popular en aquella época. Las cuerdas de un desafinado violín se colaron por la ventana junto al sol del mediodía, un viejo estaba tocando :

 <<Nunca caminarás solo>>



SEGUNDA PARTE



_ EL ALBERGUE DE LA ALEGRÍA _
(Nunca caminarás solo)




La primavera se deslizó suavemente sobre el "Albergue de la alegría". Había mucho trabajo acumulado y ahora tenían un nuevo inquilino, del que apenas sabían nada, salvo que el viejo Abraham le había salvado la vida. Era un hombre muy diferente a los vagabundos desamparados que se dejaban caer por allí, pero como parecía honrado y se llevaba bien con el resto de huéspedes, ni la señorita Lily, ni el padre Lorraine pusieron objeción alguna. Según el viejo Abraham que había intimado bastante con el desconocido, éste se hallaba sumido en una profunda crisis existencial, razón por la cual había intentado quitarse la vida aquella noche. Era un hombre silencioso y meditabundo, y desde que llegó al albergue, no dejaba de asistir diariamente al servicio religioso en la Iglesia del barrio.

La señorita Lily tenía un montón de preocupaciones en la cabeza; últimamente llegaban muy pocos paquetes de comida al albergue. El tendero de la esquina que siempre les entregaba generosamente suministros, había cerrado su tienda de comestibles al ser incapaz de pagar los elevados impuestos recién dictados por el Ayuntamiento. La señora Rochester, la cocinera, se veía muy apurada para asistir a tantos mendigos hambrientos que cada día pasaban por el albergue. La despensa se vaciaría pronto y entonces sólo Dios sabía que sería de todos ellos. La señorita Lily había discutido este tema con el padre Lorraine, pero el pobre hombre ya se encontraba muy mayor, y se sentía incapaz de enfrentarse a la nueva situación. Su única solución era rezar. El buen Hacedor ya se encargaría de ellos.

" Paciencia muchacha, paciencia.. El Señor dispondrá.. ",

le decía resignado. Últimamente sólo podían ofrecer sopa de fideos con verduras a los pobres mendigos; uno de ellos, el viejo Hugo, se hallaba gravemente enfermo y si Dios no lo evitaba, moriría en poco tiempo. Todos en el albergue querían mucho al viejo Hugo. Había sido payaso antes de la guerra, y gozado de cierto prestigio en la década de los años 20'; antes de enfermar se dedicaba a tocar su violín en las calles por unas míseras monedas. El hombre estaba muy débil, y según el médico que lo había visitado en el albergue, necesitaba medicamentos y alimentarse bien. Cecilia Rubens no sabía qué hacer, ni a quién acudir. Pasaba las noches enteras a la cabecera del viejo Hugo, dándole su ración diaria de comida y tratando de consolar al pobre hombre, que de nada se quejaba, tan solo mostraba su tierna sonrisa del payaso que fue tiempo atrás. El resto de mendigos también aportaban una parte de su ración para el viejo Hugo, quien a pesar de los cuidados de sus benefactores y de sus compañeros no parecía mejorar. A causa de su débil estado había sido trasladado a una habitación del piso superior, donde tanto Lily como la señora Harman se turnaban para atenderle debidamente.

 
Alfred Sullivan Benders llevaba ya un mes alojado en el albergue y para sorpresa de todos y de él mismo se encontraba cada día más animado e integrado. No podía recordar el momento preciso en el que decidió seguir viviendo; tal vez fue la percepción del inmenso contraste con su vida anterior, o tal vez fue la enorme generosidad y bondad de aquellas pobres gentes; lo que si estaba seguro era que la señorita Lily había contribuido, sin ella saberlo, a su resurgir como hombre y ser humano.

Desde el primer instante en que la vio todo el sistema de valores en el que había sido educado se desmoronó como un castillo de naipes. Aquella mujer representaba la verdad en su grado más puro y más noble. Todo su ser temblaba cuando la veía; se sentía desnudo y vulnerable como un niño. La señorita Lily con su aspecto frágil y delicado se le antojaba como la misma Juana de Arco, luchando contra viento y marea por el bien de aquellos desamparados. Iluminada por una fuerza sobrenatural, ningún trabajo o sacrificio era suficiente para ella por el mantenimiento de aquel humilde albergue, que para Alfred ya se había convertido en su hogar, ese hogar que llevaba buscando desde niño... Más que como un ángel, él la veía como una especie de hada madrina, que había transformado todo su mundo interior. Ahora deseaba vivir con todas las fibras de su ser, porque donde estuviera la señorita Lily, estaría también su hogar. No sabía si aquello era amor, gratitud o admiración, lo que sí estaba seguro era de que en toda su existencia no había conocido a nadie como ella. Luz y verdad, era lo que percibía en ella. Capaz de darlo todo por aquellos viejos mendigos sin pedir nada a cambio.

¡Que gran contraste con las personas de su vida anterior...! donde un pobre valía menos que las etiquetas de sus lujosos trajes. Esa vida que por fortuna ya había dejado atrás. Un mundo ficticio de gentes ficticias, donde la apariencia y el estatus importaban más que la propia vida. Gracias al Cielo, él ya estaba al margen de todo eso.

Había visto en los periódicos la noticia de su extraña desaparición, y si no encontraban sus restos mortales, dentro de un tiempo conveniente lo darían por muerto definitivamente y abrirían su testamento. Suponía que todos sus primos y sobrinos estaban deseando que se cumpliese el plazo. Afortunadamente nadie en el albergue lo había reconocido, pues pudo comprobar que era muy poco lo que aquellas gentes conocían de los hombres que gobernaban la ciudad; aunque también era cierto que en los últimos tiempos como alcalde no había salido mucho en la prensa, y él se había guardado desde el primer día que despertó en aquel lugar de cambiar por completo su aspecto exterior. Se había dejado barba, bigote y el cabello largo; había intercambiado su traje con las ropas del viejo Abraham, que ya era su íntimo amigo. En el albergue todos le conocían como Félix y nadie hacía preguntas. El sólo quería una cosa en esta vida: ser útil a sus benefactores. Se había ofrecido para pintar las paredes del viejo vestíbulo, y con la ayuda del joven Martin y de Abraham las habían dejado como nuevas.

Hablaba muy poco con la señorita Lily, ya que al mirarla de cerca temía que su corazón lo delatase. No era una mujer precisamente bella, pero había tanta belleza en su interior que se reflejaba en su rostro.

"Lleva el sol dentro del alma.."

había dicho de ella uno de los mendigos que allí se alojaba, le llamaban Rodolfo, el poeta.

Sí, eso era, la señorita Lily era el sol, y él sentía que jamás había visto el sol hasta que la conoció.

En los últimos días la notaba algo decaída. El joven Martin le comentó que había graves problemas económicos en el albergue y los benefactores estaban muy preocupados por el futuro de la casa de caridad, también estaba la salud del viejo payaso y la imposibilidad de costear los medicamentos que necesitaba. El no necesitó escuchar nada más, aunque ya había tomado la decisión mucho antes. Su maletín con el medio millón de xxx seguía cerrado con llave debajo de su camastro. No lo había vuelto a abrir desde aquella mañana en que el viejo Abraham se lo entregó. Aquel dinero no le interesaba personalmente, sólo era necesario si con él podía traer bienestar y alimentos al albergue. Durante largas noches había meditado el modo en que lo haría. Nadie sabría jamás que había sido él. Periódicamente depositaría debajo de la imagen del Sagrado Corazón que había en el aparador del saloncito donde se reunían los benefactores, un sobre con diez billetes de los grandes, que serviría para costear los gastos y el mantenimiento del albergue. De ese modo él purificaría aquel dinero ganado tan suciamente y tal vez la señorita Lily volvería a sonreír.

El no deseaba nada más que verla sonreír.


 
El lunes por la mañana la señorita Lily y el padre Lorraine entraron en la habitación donde dormían los mendigos. Pasaban ya de las 10 y muchos viejos comenzaban a desperezarse. Había que enfrentarse a un nuevo día y prepararse para recorrer las calles en busca de alguna limosna. Se acercaba ya el verano y pronto las avenidas donde residían los ricos quedarían casi desiertas al trasladarse muchas familias a sus residencias de verano. Siempre había algún alma caritativa entre la clase pudiente. La luz penetraba por el amplio ventanal reflejando el cansancio y la vejez de aquellos hombres que ya no servían para nada en aquella sociedad. La señorita Lily parecía exultante, como si de repente hubiera rejuvenecido y el padre Lorraine mostraba una amplia sonrisa de satisfacción. Con su tono de voz cristalino y musical les fue explicando el extraordinario hecho que había tenido lugar en el albergue la noche pasada. El Señor había obrado un milagro y a partir de ahora podrían volver a tener tres comidas diarias, se harían algunos arreglos en la casa, y se comprarían las medicinas para el viejo Hugo.
Desde su viejo camastro Félix la observaba embelesado. Lily juntaba las palmas de las manos y temblando de alegria y emoción regalaba la mejor de sus sonrisas.

- Quiero que sepan lo feliz y orgullosa que me siento de todos ustedes; Lo importantes que son para mi. No olviden nunca que mientras este albergue siga abierto, no estarán solos jamás. Velaremos siempre por todos ustedes con la ayuda de Dios. No lo olviden, porfavor. Alguien, no sabemos quién, nos ha donado una cantidad de dinero, que precisamente en este momento nos salvará de muchas penalidades. Queríamos compartir nuestra alegría con todos ustedes... - dijo Lily con la voz quebrada por las lágrimas.

Todos los mendigos estallaron de júbilo. Era una noticia maravillosa y había que celebrarla por todo lo alto.
Desde aquella mañana la alegría volvió a anidar entre las viejas paredes del albergue. Se llenó la despensa y el sótano de alimentos no perecederos. Montones de latas en conserva, paquetes de arroz, lentejas, garbanzos, judías, harina y maiz; botellas de aceite, sacos de patatas, cebollas, tomates, plátanos y manzanas; botes de azúcar, miel y especias. La vieja nevera se llenó hasta los topes con carnes y pescados, verduras, huevos, botellas de leche y las medicinas del viejo Hugo. El viejo payaso mejoró y volvió a ocupar su camastro junto al resto de mendigos. Fue un verano feliz para los habitantes del albergue. Periódicamente aparecían diez billetes de los grandes bajo la imagen del Sagrado Corazón, que eran empleados en reformar las estancias, pagar las deudas acumuladas y seguir llenando la despensa.

Para celebrar la recuperación del viejo Hugo se organizó una cena especial en el albergue, donde fueron invitados además algunos vecinos del barrio con escasos recursos económicos, que siempre habían aportado su ayuda al albergue. Fue una noche inolvidable para todos. La señorita Lily no cabía en sí de gozo. Alguien los estaba ayudando, si al menos pudieran saber quién era su misterioso benefactor. Debía ser alguien de buena posición y con un noble corazón. Ahora podía ofrecer a sus pobres viejos todas las atenciones y cuidados que necesitaban.

A parte de las tres comidas diarias, ahora se había añadido un vaso de leche con magdalenas antes de irse a dormir. Se compraron nuevas cortinas, juegos de sabanas, toallas; y además cada viejo tenía ahora su pijama, batín y zapatillas. Se compró una lavadora de segunda mano y ropa ya usada, pero en buen estado, para cada mendigo. Al fin pudieron arreglar el antiguo gramófono y de este modo la música siempre estaba flotando en el albergue.



Félix llevaba ya más de cinco meses alojado en aquel lugar y cada día estaba más enamorado de la señorita Lily, su ángel guardián, como él la llamaba en secreto. Ella por su parte era ajena a los sentimientos de aquel hombre, sin embargo en ocasiones lo había sorprendido observándola detenidamente. Ella le sonreía tímidamente y él agachaba la cabeza avergonzado. Era un hombre extraño, aunque era tan amable y siempre estaba dispuesto a colaborar en cualquier tarea que ella le pidiese. Era más joven que el resto de mendigos, no llegaría a los cincuenta años. Algo en sus ojos le resultaba vagamente familiar, aunque estaba segura de no haberlo visto nunca antes. Hablaba muy poco con ella. Era muy reservado y apenas había dado algún dato de su vida anterior. Según Lily pudo observar sus modales eran los de un caballero. En el albergue de la alegría nunca se hacían muchas preguntas, siempre y cuando los huéspedes se comportasen decentemente y no diesen problemas. Félix cumplía perfectamente este requisito. Alguna que otra vez habían dado albergue a algún ex presidiario, pero jamás habían dado el más mínimo problema. La policía se dejaba caer por allí de vez en cuando para comprobar si alguno de aquellos mendigos estaba fichado. La señorita Lily se molestaba mucho cuando esto sucedía, aunque rara vez se producían estas inspecciones. Félix debía tener algún oscuro pasado, y Lily se preguntaba qué clase de circunstancias lo habrían llevado a intentar quitarse la vida meses atrás, si bien desde sus primeras semanas en el albergue parecía un hombre totalmente nuevo, siempre dispuesto a trabajar en cualquier tarea que ella le encomendase. Nunca se quejaba de nada y jamás bebía.

Después de una larga jornada de trabajo, Lily apenas tenía tiempo para pensar en sus cosas, sin embargo aquella noche sin saber porqué se sorprendió a sí misma pensando en Félix. También estaba el asunto del misterioso dinero que aparecía periódicamente debajo de la imagen del Sagrado Corazón y que tantas satisfacciones les estaba proporcionando a todos. El viejo payaso estaba casi recuperado. Lily sonrió feliz. Amaba a aquel hombre, le recordaba mucho a su difunto padre. En todos los mendigos que hospedaba veía una cualidad de su padre y los quería a todos, aunque al viejo Hugo un poco más que a los demás, ya que era tan buena persona y había sido su primer huésped. Además siendo ella una niña le había arrancado tantas carcajadas cuando su padre la llevaba al circo donde él actuaba. Cuantos recuerdos felices le traía la presencia del viejo payaso. Era su punto de union con una época feliz, donde la atención y el cariño de su padre la protegían de todo mal. Últimamente todo salía bien. Una dulce melodía entró por la ventana de su pequeña habitación. Antes de quedarse dormida los últimos pensamientos de Lily fueron para Félix.


 
El verano pasó lánguidamente. El albergue hacía honor a su nombre más que nunca. Félix se sentía un hombre completamente renovado. Su vida había dado un giro de 180 grados. Era el que más trabajaba en la casa; desde que amanecía hasta que todos se acostaban, él se encargaba de casi todas las tareas. Hacia los recados, ayudaba a la señora Rochester en la cocina; fregaba los suelos, tendía la ropa, hacía las camas, preparaba la mesa del comedor, arreglaba cualquier avería; para él nunca había suficiente trabajo. Se sentía feliz y satisfecho de servir de ayuda a la señorita Lily, y sólo con verla sonreír su corazón se llenaba. En su vida anterior había tenido numerosas aventuras amorosas. Siempre había sido muy lanzado con las mujeres; tenía fama de conquistador, sin embargo con la señorita Lily se comportaba como un inocente colegial. Ella era tan diferente a todas, como la noche del día. Tenía la sensación de no haber amado nunca a nadie antes de conocerla. Temblaba ante su presencia y desviaba la mirada si ella le hablaba. El viejo Abraham, que era muy observador parecía haberse dado cuenta, pero él negaba cualquier interés romántico por su parte.

Ella sin proponérselo había tomado parte en su renovación interna. Era la respuesta a todas las dudas que siempre le habían angustiado. ¡Cómo y de qué manera había cambiado su vida..!

De vez en cuando leía algún periódico. La prensa ya había abandonado el asunto del alcalde desaparecido. Un nuevo hombre ocupaba su puesto en la Alcaldía, seguramente otra marioneta impuesta por las élites. Poco le importaba todo eso ahora. Su documentación personal se hallaba escondida en el viejo maletín con llave. Aun quedaban 500 mil xxx , que él guardaba sólo para el albergue. Una vez al mes dejaba en el aparador diez billetes de los grandes y así seguiría haciéndolo siempre. El sabía que en esta ocasión Dios estaba de su parte. Se sentía profundamente satisfecho de su labor en el albergue. Por primera en su vida estaba haciendo algo noble y hermoso, y se sentía afortunado por ello.

 
A nadie en el barrio le era indiferente que el albergue había prosperado. Todo el mundo valoraba la extraordinaria labor que Lily realizaba. Ahora ella estaba al mando, ya que el padre Lorraine estaba ya muy mayor y sólo se ocupaba de su trabajo como párroco en la iglesia del barrio.


Algo mágico flotaba en el ambiente, la Navidad se acercaba. En esta ocasión podrían celebrarla tal y como el albergue se merecía. Félix se encargó de cortar un frondoso pino del bosque y entre él y el joven Martin lo llevaron al albergue donde lo adornaron con luces y guirnaldas. Un Nacimiento engalanaba la mesa del vestíbulo.

- ¡Estas serán las mejores Navidades del albergue!

Decía entusiamado el viejo Abraham.

Nuevos inquilinos llegaban a la casa, que ahora disponía de cuarenta camas. Félix se encargó de adornar el resto del edificio. De la cocina donde la señora Rochester guisaba salía siempre un delicioso olor. Sin ninguna duda el espíritu navideño flotaba por todas partes. El aguanieve empañaba las ventanas del albergue y los mendigos se reunían en torno a la estufa que Lily había comprado para ellos. El viejo Hugo tocaba su violin. Abraham relataba historias de su vida como marinero en un buque mercante y Rodolfo, el poeta, recitaba alguno de sus versos. El joven Martin ya tenía novia y la había llevado al albergue para presentarla a sus amigos. Su madre que ya estaba muy mayor, ya no podía prestar como antes su ayuda a Lily, sin embargo se dedicaba a zurcir la ropa de los mendigos y estaba tejiendo un jersey para el viejo payaso, que últimamente estaba algo resfriado.

Llegó la Nochebuena y el Albergue se vistió de fiesta. La Señora Rochester preparó tres grandes fuentes de cordero con patatas. Era la primera vez en muchos años que podían darse ese lujo. Se llenó la mesa principal de exquisitos platos y se invitó a todos los pobres del barrio. El gramófono ambientaba la sala llenando de luz y color aquellos corazones cansados.
Se sirvió limonada y jerez. Café para todos y una deliciosa tarta de manzana. Todos estaban felices y satisfechos de la vida. Después de hacer el brindis y dar gracias al Cielo, juntaros sus manos y cantaron juntos: Auld lang syne, "recordemos las viejas amistades". Esa antigua y popular canción escocesa que siempre arrancaba alguna lágrima. Fue un momento muy emotivo; se miraron unos a otros con la emoción contenida.

De repente la señorita Lily se derrumbó y rompió a llorar. Se excusó y salió apresuradamente de la habitación. Félix la siguió y el viejo Abraham le hizo al joven Martin un guiño de complicidad.
Félix la encontró llorando desconsoladamente en la penumbra, junto a la ventana del saloncito. Sin pensarlo dos veces la estrechó contra su pecho y ella descargó toda la emoción acumulada; lloraba de felicidad, de gratitud, también de cansancio, de un millón de cosas. Aquella noche había sido demasiado hermosa; algo así como ver la luz después de un largo túnel. Todo era demasiado bello, demasiado perfecto... 

Aceptó el consuelo de Félix y como una niña se dejó llevar. Después de unos minutos Lily dejó de llorar y levantó su mirada hacia el rostro del hombre, cuyos ojos estaban inundados por las lágrimas.

- ¡Que tonta soy! Discúlpeme Felix, es que no estoy acostumbrada a tantas alegrías. Verlos a todos juntos disfrutando de una buena cena, precisamente esta noche, en total armonía me ha emocionado. Esos pobres hombres han pasado mucho. Usted, usted nos ha traído buena suerte. Me siento tan agradecida...

El la observó conmovido, y de nuevo volvió a sentirse vulnerable ante ella. Quería decirle algo, pero no se atrevía. - Es usted un ángel..un sol entero..Yo, yo... - alcanzó a decirle y ya no hizo falta más palabras.

Los dos lo sabían y sentían lo mismo. De pronto Félix volvió a abrazarla y la besó tímidamente en los labios. Ninguno de los dos volvió a hablar. El silencio era demasiado elocuente y habló por los dos.

Regresaron juntos al comedor y el viejo Abraham levantó su copa y pronunció unas breves palabras de gratitud en honor a su benefactora. Todos aplaudieron y se desearon mutuamente Feliz Navidad.
La semana pasó entre risas, villancicos e intercambio de regalos. Los mendigos no recordaban haber pasado una navidad tan feliz. Tal vez demasiado feliz para lo que sus espíritus fatigados estaban acostumbrados. Dios les había echado una mano y estaban profundamente agradecidos a la señorita Lily y al mundo entero. La vida podía ser aún hermosa con todos ellos. Si, señor.


La semana de año nuevo puso fin a tantas alegrías. Llegó de improviso, como llegan las malas noticias y envolvió las habitaciones del albergue con una sombra de lúgubres sensaciones. El viejo Hugo había muerto mientras dormía. Los habitantes de la casa apreciaban mucho a Hugo, su repentina muerte los sumió en una profunda melancolía.

Lily deambulaba por el albergue completamente desolada. - Es ley de vida, él ahora está bien..- le había dicho Félix. Más Lily no hallaba consuelo alguno. Sentía que había perdido a su padre dos veces.

 
Se prepararon los funerales del viejo payaso, que como muchos viejos del albergue, al fallecer iban a parar a la fosa común. El padre Lorraine improvisó un pequeño sepelio en la casa para rendirle al viejo Hugo sus últimos respetos. Fue enterrado vestido con su antiguo traje de payaso, junto a su inseparable violín. Todo el barrio acudió a darle a Hugo el último adiós, quien según recordaba el propio Abraham había muerto feliz. Los mendigos estaban rotos de dolor, habían perdido a uno de los suyos. Uno de los mejores, pero se confortaban con las palabras que el padre Lorraine repetía:

- Hugo está ahora bien y algún día lo volveremos a encontrar. 
Félix estaba profundamente conmovido por la muerte del payaso y por ver a Lily sumida en aquel estado de apatía. No habían vuelto a hablar del intenso momento vivido junto a la ventana del saloncito durante la cena de Navidad. Sin embargo los dos sabían que de ser amor lo que ambos sentían, era algo que estaba suspendido en el aire, y así lo aceptaban. El tiempo como siempre daría una respuesta a sus sentimientos.


Una nueva noticia vino a derrumbar cualquier sueño que tanto Lily como Félix hubieran albergado en sus corazones de un futuro en común. Llegó tan de improviso como la muerte del payaso y sumió a los habitantes de la casa en una angustiosa y febril incertidumbre.
Del ayuntamiento había llegado una orden de desahucio. El banco se había quedado con la casa al morir el propietario y todos debían abandonar el albergue en un breve plazo de tres semanas. La noticia cayó como una losa en todo el barrio. No era posible que el Albergue de la alegría fuese a desaparecer para siempre.



TERCERA PARTE




_ EL ALBERGUE DE LA ALEGRÍA _
(Nunca caminarás solo)



No había solución alguna. En el plazo de veinte días todos los habitantes del albergue deberían abandonarlo para siempre. El Gran Banco Central era ahora el propietario del viejo edificio y si en ese tiempo no abandonaban la casa serían desalojados por la fuerza. La conmoción era profunda entre todos los mendigos, que recibieron aquella noticia como una pesada broma del destino. Sólo Dios sabía qué iba a ser ahora de ellos. La vida era cruel y despiadada con los de abajo. Los poderosos les iban a arrebatar el único lugar donde eran tratados como seres humanos y no como bestias. Ya no tendrían más cobijo que las aceras de las calles, durmiendo como ratas, para acabar en poco tiempo descansado para siempre en la fosa común. Eran pobres, viejos y a nada tenían derecho. No era justo, pero la vida era así. El Cielo los había abandonado de nuevo. Lily iba de un lugar para otro tratando de buscar una solución o de llegar a un acuerdo con las autoridades, pero nada se podía hacer. Los poderosos nada sabían de la compasión. La vida de todos aquellos desamparados les importaban muy poco, si no podían obtener algún beneficio de ellos, más valía que se hundieran todos. Eran escoria, y un obstáculo para el progreso de la ciudad. La ciudad era lo que importaba y no sus gentes, sobretodo los pobres que representaban la marginación y el atraso en su creciente e imparable ascenso al poder. En los últimos meses la nueva junta política que gobernaba la ciudad desde la alcaldía, había dictado nuevas leyes a favor de los desahucios, protegiendo siempre los intereses financieros de aquellos que los habían encumbrado a las cimas más altas del poder. La banca mandaba y ellos obedecían. No había lugar para ningún tipo de clemencia. Félix observaba con impotencia la desesperación de Lily y de todos sus compañeros. Sentía repugnancia de haber pertenecido una vez a la clase dirigente. El hombre que había sido en su vida anterior no tenía cabida en esta otra, por fortuna había roto a tiempo las amarras y ahora era libre, pero la nueva situación le preocupaba y le angustiaba. No sabía que podía hacer él para mitigar la angustia de Lily, que contemplaba afligida como el proyecto personal de su vida se desmoronaba en unas semanas. Ni siquiera el dinero del maletín podía ahora servir de ayuda. El banco no quería dinero, quería la casa, así quedaba especificado en la orden judicial, por lo que nada se podía hacer, solamente rezar.

Lily llegó una mañana completamente abatida, había estado en el Ayuntamiento y aparte de tratarla con absoluto desprecio, le habían dicho que las leyes se hacían para cumplirlas, que no podían actuar de un modo distinto en su situación, que ellos no tenían la culpa, y que si en la fecha señalada no abandonaban la casa, las fuerzas de seguridad se ocuparían de ello y ella sería acusada de resistencia a la autoridad y obstrucción a la justicia. Félix no pudo disimular su indignación, porque él más que nadie conocía a aquella gente y sabía la podredumbre y corrupción que anidaba en las alcantarillas del poder. Sabía los trapos sucios, los secretos inconfesables, y los delitos que habían cometido cada uno de ellos, silenciados por una justicia que los protegía a cambio siempre de favores. Una tela de araña perversa y diabólica que se tragaba cuanto de noble y puro caía en sus redes, sin ningún tipo de compasión. Y a eso le llamaban justicia y progreso.

A lo largo de sus cuatro años como alcalde, Félix se había provisto de mucha documentación secreta y material comprometido que incriminaba a la élite que gobernaba la ciudad en la sombra. Todas esas pruebas estaban guardadas en una caja de seguridad para poder ser utilizadas en caso de que su vida corriera algún peligro. Había guardado celosamente toda esa información por si algún día la necesitaba. Era curioso que en todo este tiempo no hubiera pensado en ello, más ahora no dejaba de darle vueltas a aquel asunto.

Lily deambulaba como una sonámbula por la casa. No comprendía cómo habían llegado a esa situación. Todos sus sueños, la inmensa labor realizada en los últimos años, todos los sacrificios, tirados por tierra en unas pocas semanas. Ya no le quedaba nadie a quien acudir, ninguna puerta a la que llamar. Dentro de unos días estarían todos en la calle, incluso ella, aunque la señora Harman le había brindado una habitación en su modesta casa. Pero su situación personal no le importaba mucho, ella todavía era joven y saldría adelante; sólo pensaba en qué sería ahora de aquellos pobres viejos que nadie quería. No había justicia ni humanidad sobre la tierra. Los habían dejado a la deriva en mitad del océano. Sálvese quien pueda, era la moda actual, y si cientos de vidas se perdían,  poco les importaba a quienes mandaban. No eran más que viejos, y ya no servían. Era el pensamiento dominante de una civilización enferma que veía a las personas como un medio y no como un fin en si mismo. Ella se negaba a pertenecer a una sociedad que condenaba al ostracismo y al olvido a aquellos que consideraba no productivos. El padre Lorraine encerrado en su sacristía poco podía hacer ya, sólo rezar.
Era increíble como había cambiado todo en tan breve espacio de tiempo. Faltaba menos de una semana para cumplir el plazo y aún no habían empezado a desalojar el albergue; si se cumplía la fecha prevista y aún seguían allí iban a tener serios problemas con la justicia.

Se acercaba el día señalado y Félix no dejaba de pensar en aquella caja de seguridad donde guardaba tanta información comprometida de aquellos que ahora eran los dueños legítimos del edificio. Rondaba por su cabeza una idea que empezaba a tomar forma conforme pasaban las horas y se acercaba el día estipulado para abandonar el albergue. Nadie más que él tenía acceso a la caja de seguridad. Iba a hacer lo que su conciencia y su corazón le estaban pidiendo a gritos. Se iba a enfrentar a aquella poderosa gente con sus mismas armas y si algo malo le sucedía, no le importaba mucho, si con ello salvaba a los viejos del albergue y Lily volvía a sonreír.

 
El día antes de cumplirse el plazo se levantó temprano y se dirigió al despacho del prestigioso financiero John Ferguson Branday , que era uno de los principales jefes de la élite y el más influyente. Lo tenía todo bien planeado. En caso de no colaborar con él, iría a la emisora de radio y destaparía todo los asuntos turbios de aquellos que gobernaban la ciudad en la sombra. Él conocía al dueño y le debía favores. También se cubriría las espaldas visitando al juez William Ford Russell , uno de los pocos hombres íntegros que quedaban en la ciudad. Estandarte contra la corrupción, razón por la cual había sido desacreditado públicamente, pero era uno de los hombres de la vieja guardia, y su valentía y dignidad habían quedado siempre patentes. Estaba seguro que el juez le respaldaría. Después iría al Ayuntamiento y revelaría su identidad y él sabia que el Cielo estaba de su parte, con eso le bastaba.
Fue una mañana intensa, repleta de emociones contrapuestas, algo de temor, pero sobretodo coraje, mucho coraje.

Al principio el financiero opuso resistencia y actuó con cinismo e incredulidad

- ¡Estás loco! Eres incapaz y además siempre fuiste un hombre débil...

Después de una hora de discusión y llamadas telefónicas, el financiero se dispuso a colaborar. Tenía demasiados asuntos turbios que ocultar.  Las condiciones eran muy claras. Ellos detenían la orden de desahucio del albergue, y después aceptaban que él les comprase el edificio, de este modo todos los documentos comprometedores dormirían para siempre en algún lugar secreto de la ciudad. En caso de que no aceptasen sus condiciones, en unas horas todo el mundo sabría los innumerables delitos que habían cometido a lo largo de los años, él y todos los miembros de la élite. Toda la clase política y financiera quedaría salpicada y el sistema entero puesto entredicho. No tenía más remedio que aceptar. John Ferguson Branday aceptó el trato. Se acercaban las elecciones y una vieja casa no valía su reputación ni la del partido político que apoyaba. ¡Que aquel loco se saliese con la suya! Tenía asuntos más importantes entre manos que ocuparse de un viejo edificio.

A Félix le sorprendió la rapidez con la que se resolvió todo el asunto; su corazón daba vuelcos de alegría al observar el documento firmado que aquel hombre le había entregado. Era una estricta orden de anular el desahucio del albergue, y la venta inmediata del edificio a la persona de Alfred Sullivan Benders, antiguo alcalde de la ciudad. Asunto resuelto.

Llegó el momento temido de visitar la Alcaldía; esta vez sintió una leve punzada de pánico, sin embargo se recobró enseguida. Observó que habían hecho reformas en las instalaciones. Un gerente uniformado le denegó la entrada, pues iba vestido como un vagabundo. Él lo desafió con la mirada e hizo lo mismo que había hecho en el despacho del financiero. Sacó su documentación personal. Con expresión de estupor le abrieron todas las puertas.

Entró en su antiguo despacho y tuvo una breve pero intensa conversación con el nuevo Alcalde.

Más tarde fue a su casa situada en las afueras de la ciudad. Una lujosa casa que había ocupado durante sus años en la alcaldía. El estupor fue aún mayor. Todo el servicio domestico se arremolinó en torno a él con sorpresa y expectación. Sí, era él. ¡Estaba vivo! Más vivo que nunca, aunque necesitaba hacer unos trámites, hacer unas cuantas llamadas telefónicas, hablar con ciertas personas, después se daría un baño y por supuesto se daría un buen corte de pelo que buena falta le hacía.

Caía la noche cuando Alfred Sullivan Benders salió de su antigua casa. Había sido un día duro, pero muy fructífero. Todo había salido según lo previsto. Ahora parecía un dandy, es posible que no lo reconocieran en el albergue, pero los papeles que llevaba en su cartera harían estallar de alegría a los habitantes del albergue.

Miró el cielo. Sí, Dios estaba de su parte. A lo largo de esa larga e intensa jornada había tomado todas las diligencias para comprar el Albergue al Gran Banco Central. También había revelado su identidad a su administrador y a ciertas personas de confianza. La sorpresa había sido monumental, aunque había tenido que dar muchas explicaciones. El viejo juez le dio su máximo apoyo moral y jurídico. Alfred recordó divertido como el hombre había alzado las cejas sorprendido, cuando él le anunció que tal vez lo invitara a su próxima boda. Ahora sólo tenía que entregarle a Lily la escritura de la casa como regalo de compromiso, y después pedirle matrimonio. 


Fue una noche mágica, llena de sorpresas y revelaciones. Lily no salía de su asombro, Felix parecía ahora otro hombre..Todo era sencillamente maravilloso.. Ella no daba crédito a lo estaba escuchando. Debía estar soñando.. En la vida real no pasaban estas cosas.

Los mendigos estallaron de júbilo. Aquella era la noticia más hermosa que habían recibido nunca. Ya no tendrían que abandonar nunca el Albergue. El Señor había vuelto a derramar su bendición sobre ellos. No estarían solos ni desamparados nunca, no mientras la señorita Lily y su novio viviesen, porque si aún no eran novios, pronto lo serían, de eso estaban seguros todos los habitantes del Albergue.

La alegría volvió a revestir el corazón de aquella casa, una casa abierta sólo para los más desafortunados y olvidados de la ciudad.



EPÍLOGO


Alfred Sullivan Benders dio una multitudinaria rueda de prensa para revelar públicamente su identidad. Relató cuidadosamente cada detalle de sus últimos meses en el Albergue. Según el pacto acordado no reveló ningún asunto turbio de la élite; Siempre que no le molestasen ni al él ni a los habitantes del Albergue, aquellos documentos jamás saldrían a la luz, pero si alguna vez se pasaban de la raya con los más desafortunados, él les recordaría la información de que disponía. Estaba seguro que ahora el poder de la élite sería más limitado.

Confesó ante los periodistas el brusco giro que había dado su vida al convivir durante meses con los más pobres de la ciudad, y como su sistema de creencias y valores había cambiado por completo.

Se convirtió en un hombre más popular y respetado que cuando ocupaba su puesto en la Alcaldía. Vendió todas sus posesiones y empleó toda su fortuna en reconstruir el Albergue, que fue derruido y en su lugar se construyó una residencia para albergar a todos los mendigos de la ciudad. El Albergue conservó su nombre original. El nuevo edificio tenía tres plantas y albergaba espacio para doscientas camas. Las instalaciones eran modernas y de calidad. Se contrató servicio doméstico para atender a los viejos, y además se construyó una sala de enfermería para atender a los mendigos más ancianos. Puso la escritura a nombre de Lily como regalo de bodas. Se casaron esa misma primavera. El padre Lorraine se encargó de oficiar la boda, a la que acudieron todos los vecinos del barrio. Nadie de la alta sociedad a la que Alfred había pertenecido en su vida pasada fue invitado al banquete, a excepción del juez. Durante los años venideros Alfred y Lily ocuparon todo su tiempo y su corazón en dar cobijo y amparo a todos los pobres y mendigos de la ciudad, que ya nunca volvieron a caminar solos, porque al final del túnel, se hallaba férreo y luminoso, como un faro entre la niebla, el Albergue de la alegría.


FINAL


YOLANDA GARCÍA VÁZQUEZ

Derechos de autor reservados
España / 2016

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